Carlos Fernàndez - Leonardo Sciascia e "El Quijote"

En 1988, apenas un año antes de morir, publicaba Leonardo Sciascia unlibrito titulado Ore d’Spagna (editorial Pungitopo) en el que, atendiendo la sugerencia de Natale Tedesco, reunía buena parte de las páginas que había dedicado a hablar de España y de los españoles, de nuestra historia reciente, de nuestra literatura.

Reflexiones y comentarios siempre sugerentes, con frecuencia luminosos, que encontraban en esta edición el complemento de las bellísimas fotografías de Ferdinando Scianna. El libro fue traducido al castellano y publicado en 1990 con el título de Horas de España (editorial Tusquets). Horas de España y desde España que, conociendo a Sciascia, habrían de ser también, especularmente, horas de Sicilia. Los capítulos IV y V de este pequeño libro los dedica el autor a Cervantes y de su obra; y también a nosotros, sus actuales o futuros lectores. Transcurridos veinte años desde que fueran escritas, los juicios que se vierten en esas breves páginas siguen en plena vigencia al tiempo que constituyen una inteligente invitación a leer o releer el texto cervantino.
Con motivo de la entrega del premio Cervantes a Rafael Alberti (1984) escribe Leonardo Sciascia sobre la lectura del Quijote. Recuerda que un Real Decreto de 1921 establecía la obligatoriedad de esa lectura en las escuelas españolas: “Y podemos admitir sin duda que leer por obligación es peor que no leer, al menos en el momento, pero de las vejatorias lecturas escolares con frecuencia queda un recuerdo que con los años van purificándose de la fastidiosa obligatoriedad de entonces: y el recuerdo se vuelve señuelo, libre y gozoso regreso a la lectura”1 . Así ocurre, dice Leonardo Sciascia, con el Quijote en España y de igual modo sucede con Los novios de Manzoni en Italia. Sirva esto de advertencia, decimos nosotros, tanto para aquellos que se empeñan en que los niños lean la novela de Cervantes cuanto para los que, como pensaba un tal Antonio Zozaya en 1921, consideran su lectura innecesaria por no ser uno de esos libros que “preparan para la vida”2 . Aun así, el Quijote se lee poco y Leonardo Sciascia da dos razones fundamentales para explicar ese hecho. En primer lugar porque en España todos creemos saber qué es el Quijote y quién es Don Quijote: “Puede ser, pues, que en España se lo lea menos que en otros sitios; en proporción inversa a lo mucho que de él se habla, de la presencia del nombre y la figura del personaje y de su autor por doquier: monumentos, lápidas conmemorativas, rótulos de mesones y de tiendas, marcas de productos”3 . Es a este Don Quijote, cargado de tópicos no siempre inocentes ni inocuos, al que Fernando Savater propone comenzar a olvidar, justamente leyendo el libro de Cervantes4 .
Pero hay, dice Leonardo Sciascia, otra razón más fuerte, seguramente más poderosa hoy que nunca, para que el Quijote siga leyéndose poco y mal. La hallamos en el Prólogo –ese prólogo que tantas veces nos saltamos los lectores– a la primera parte. Los destinatarios del mismo somos cada uno de nosotros: “Desocupado lector”. Leonardo Sciascia propone traducir al italiano ese comienzo así: “Ozieggiante lettore”. Lector ocioso, capaz de dejar de lado las cosas que le ocupan y fastidian a diario y dedicar un rato al puro placer de la lectura: “Cervantes se dirige a un lector que sepa leer con gozo. Desocupado: es decir, en condiciones de ocuparse del gozo de la lectura, y muy ocupado, ya que el gozo que da la lectura del Quijote está pespunteado de misterio, de un misterio que aumenta el gozo. ¿Y creéis acaso que Cervantes no sabía que había escrito un libro gozoso y misterioso”5 .
Pero ese lector ocioso, capaz de dejar de lado sus negocios y perderse con alegría en las páginas de Cervantes, ese desocupado lector “ha llegado a escasear. Desde un punto de vista que abarca a la generalidad de los lectores, podemos perfectamente decir que pocos son hoy los capaces de leer con gozo: se lee por imposición de las ideologías y de la moda, por cumplir con una obligación, para poder hablar del libro de que se habla o para poder decir simplemente ‘lo he leído’. Se lee sufriendo: como también se va a sufrir al teatro, al cine, a las reuniones culturales”6 . Todos tenemos más de una mala experiencia en este sentido. Muchas veces el ocio se transforma en negocio, y constatamos con frecuencia que nuestro tiempo libre es vampirizado por la llamada industria del ocio hasta convertirlo en una ocupación más.
Pero no sólo estamos ocupados por todo aquello que nos rodea, por esa telaraña de cuidados que nos atrapa y aturde con frecuencia; el lector del Quijote está también ocupado “por todas las interpretaciones que se han hecho del libro, que se han estratificado sobre él, y, en particular, por la de Unamuno”7 . En efecto, abundan las lecturas interpretativas del Quijote. Esto ocurre con todos los clásicos de la literatura, del arte o del pensamiento. Resulta inevitable, pero como dejó dicho Italo Calvino: “Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”8 . Por eso nos recomienda acudir directamente al texto original, leerlo sin demasiados intermediarios, evitando en la medida de lo posible los comentarios críticos; cosa que tiene mal arreglo cuando nos referimos al Quijote.
Hace casi cincuenta años Susan Sontag publicaba un artículo que sigue conservando toda su vigencia; en él defiende que la idea de “contenido”, y su corolario la idea de “interpretación”, dificultan con frecuencia el disfrute de la obra de arte por el hecho de que la ocultan, la reemplazan, la convierten en “otra cosa”. Decía la autora: “Y es que el abusar de la idea de contenido comporta un proyecto, perenne, nunca consumado de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe realmente algo asimilable a la idea de contenido de una obra de arte”9 .
Un párrafo del artículo de Susan Sontag parece escrito pensando en el Quijote: “La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte”10 . Será por tanto necesario apartarse en la medida de lo posible de las interpretaciones del texto o del cuadro para tener la posibilidad de disfrutar realmente de ellos.
Insistir en la interpretación de una obra de arte es, a juicio de S. Sontag, “reforzar el principio de redundancia, que es la principal aflicción de la vida moderna”11 . Tiene razón, hay demasiado ruido en torno a la obra artística; tuvimos ocasión de comprobarlo en 2005, año del cuarto centenario de la primera parte del Quijote. El exceso interpretativo no nos ayudará a acercarnos a lo que la autora norteamericana llama la “transparencia” del arte: “experimentar la luminosidad del objeto en sí, de las cosas tal como son”12 . Para llegar a ese objetivo será preciso apartar la hojarasca que nos impide ver con nitidez los perfiles de la obra; sólo de ese modo podrá el lector o el espectador experimentar el placer del descubrimiento de la belleza en un texto, un cuadro, una película; por eso, concluye Susan Sontag, “en lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”13 .
Fue el propio Cervantes quien dio pie a esta proliferación interpretativa de su novela por boca de ese “un amigo mío, gracioso y bien entendido” que en el antedicho Prólogo le dice al autor: “Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”. Interpretaciones numerosas y diversas –Unamuno, Kafka, Vilar, Maravall, etc.– que hablan del Quijote y de su tiempo pero también del momento histórico en que tales lecturas ven la luz. Pues “una gran obra de arte (del mismo modo que un gran acontecimiento) vive mediante una infinita variedad de puntos de vista, y tiene niveles diversos y variables de comprensión: en el tiempo, en el espacio, de un individuo a otro, en el cambio de las condiciones en que el mismo individuo se aproxima a ella. Y puede vivir, por así decir, en el aire, sin que se la conozca directamente. Y esa suerte es la que, más que ninguna otra gran obra, ha corrido el Quijote”14 .
De modo que, en efecto, Don Quijote y Sancho son, diremos con justicia, dos personajes inmortales, viven en y entre nosotros por arte e ingenio de Cervantes. Sólo desean que los leamos. A la manera pirandelliana son dos personajes en busca de lector, pues cada uno de esos lectores, por pocos que sean, sabrán hacer una nueva lectura de la obra. Pues “una gran obra literaria siempre está llena de verdades variables y cada una de dichas verdades, al cambiar, deja algo que contribuye a la verdad, siempre por alcanzar. Cosa que constituye su fortuna. Y la nuestra”15 .
Y justamente por esa capacidad del Quijote para leernos, para devolvernos en su espejo nuestro verdadero rostro, es por lo que Leonardo Sciascia se detiene con más detalle en la interpretación que de la obra hizo Jorge Luis Borges. En efecto, el conocido relato Pierre Menard, autor del Quijote, habremos de entenderlo ante todo como una reivindicación de la figura del lector, de ese lector inteligente que como Pierre Menard, al tiempo que lee desocupada, libremente, reescribe de manera invisible el texto cervantino, proyectándose él mismo sobre dicho texto. Y así, de la mano de Borges, guiados por ese ciego sabio que por un momento hace las veces de lazarillo, regresamos a ese “desocupado lector” a quien Cervantes destina su novela y a quien le dice que “puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor a que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della”.
Hay otro libro de Leonardo Sciascia en el que el Quijote está presente de manera implícita: Il Consiglio d’Egitto (Einaudi, 1963)16 . Algunas expresiones –“despreocupado impostor”, “a la hora del alba” – tienen un evidente eco cervantino. Por otro lado, cabe ver en las figuras del abogado Franceso Paolo Di Blasi y del abate Giuseppe Vella, los dos protagonistas principales, a dos nuevos quijotes dieciochescos que intentan, uno por medio de las armas y el otro por el concurso de las letras, restaurar la justicia en Sicilia. Pero donde creemos percibir un sincero homenaje a Cervantes es en la segunda parte de la obra, una carta del abate Vella al rey de Nápoles, en la que Leonardo Sciascia hace una ingeniosa parodia del capítulo IX de la primera parte del Quijote. Y al tiempo rinde admiración a Borges, pues es ese uno de los capítulos que había reescrito su Pierre Menard.
Como sabemos, en el capítulo VIII de la obra de Cervantes queda interrumpida la narración de “la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron”. Y será en el capítulo IX donde Cervantes pueda retomar la acción allí donde había quedado detenida, gracias al hallazgo fortuito en Toledo de unos cartapacios “con caracteres que conocí ser arábigos”. De esa manera puede continuar la Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Por medio del recurso al manuscrito encontrado, Cervantes se oculta tras la sombra de ese autor árabe cuyo texto él vierte al castellano con la ayuda de un “morisco aljamiado”.
En El Consejo de Egipto el abate Vella lleva a cabo una descomunal impostura destinada a alterar por completo la historia de Sicilia. En la primera parte hace creer que se ha encontrado un códice árabe en el Real Monasterio de San Martino de Palermo donde se narra la etapa de dominio musulmán en la isla, cuando en realidad se trata de una biografía de Mahoma. El monje corrompe por completo el documento: “Es decir que su tarea, en rigor, consistía en transformar un texto árabe en un texto maltés transcrito en caracteres arábigos; una vida de Mahoma en árabe, en una historia de Sicilia en maltés... Y después de ese trabajo lingüístico y de la delicada faena manual, se empeñaba en desarrollar otra tarea, en la que estudio y fantasía lo llevaban a límites extremos de compromiso: la creación, a partir de la nada, o casi de la nada, de toda la historia de los musulmanes de Sicilia” (I, 4). Finalmente el códice árabe traducido al italiano se transforma en el Consejo de Sicilia.
Realizada la primera parte de la impostura y a la vista del éxito alcanzado, el abate Vella procede, como Cervantes con su novela, a poner en marcha la segunda: traducir del árabe un nuevo códice que, en esta ocasión dice que le envía desde Marruecos, junto con muchos folios del códice anterior, Muhammed ben Osman Mahgia; así nace el Consejo de Egipto, “el cual contiene todas las cartas sobre asuntos de gobierno que por el espacio de casi cuarenta y cinco años fueron cambiadas entre los Sultanes de Egipto, el famoso Roberto Guiscardo, el Gran Conde Ruggiero y el hijo de su mismo nombre que éste hubo, que fundara luego la Monarquía de Sicilia y que invistiese el primer título Real”, y en el que “se aclaran con tanta amplitud los Supremos derechos de la Realeza...” (II). En este caso el abate no corrompe el texto árabe, lo inventa por completo a tenor de los sobornos que va recibiendo de las familias de la nobleza siciliana, y se siente orgulloso de su obra como también Cervantes lo estaba de la suya: “Es preciso, pues, admitir que si yo no hubiese hecho más que adivinar o fantasear, no se podría haber adivinado con más justeza ni fantaseado con más vigor; y también ha de ser admi ido que el creador de obras singulares, me permito decirlo, habría sido digno de una fama muy distinta a la del traductor modesto de dos códices árabes...” (III, 19).
El paralelismo resulta evidente en varios aspectos: los manuscritos se encuentran de manera casual; están escritos en árabe; Cervantes copia la historia servida por Cide Hamete Benengeli mientras que Giuseppe Vella hace intervenir a Muhammed ben Osman Mahgia en el momento de perpetrar su impostura; y para la traducción, los dos cuentan con ayudantes en su tarea. Pero queda un último detalle tal vez más importante que todo esto. En ese mismo capítulo IX del que estamos hablando dice Cervantes: “...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. También el abate Vella habla de la historia pero en un tono más descreído y con un punto de cinismo, que muy bien pudiera ser el de nuestro tiempo: “Toda una impostura. La historia no existe...los reyes, los virreyes, los papas, los capitanes, en una palabra, los grandes...Hagamos con todos ellos un poco de fuego, algo de humo, para ilusionar a los pueblos, a las naciones, a la humanidad viviente...¡La historia!” (I, 8). Diagnóstico sin embargo coherente en alguien que opina que : “¡Ah, no! ¡Las cosas no son tales como son!” (I, 1); “Otros pensarían en la historia, yo he pensado en la fábula...” (III, 15). Una interpretación del valor y del sentido de la historia que también suscribe Borges cuando compara el texto de Cervantes arriba citado y la versión exacta que del mismo hace Pierre Menard. Comenta Borges: “Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” de Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia... Menard (en cambio), contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”17 .
Esta deliciosa novela de Leonardo Sciascia puede leerse, como el Quijote, de varias maneras. Su final es trágico, pero nosotros, esta vez, hemos encontrado en su páginas el mismo humor irónico de Cervantes, su lucidez y también su desencanto. Pero sobre todo la hemos vuelto a leer, nos hemos dejado leer por ella, desocupada, gozosamente, como un homenaje a la literatura, “que es hija de la verdad”18 .

Notas

 

  1. SCIASCIA, L., Horas de España, Barcelona, Tusquets, 1990, p. 22
  2. SCIASCIA, L., supra, p. 22.
  3. SCIASCIA, L., supra, p. 30.
  4. SAVATER, F., Instrucciones para olvidar el “Quijote”, Madrid, Tusquets, 1985, pp. 13-24.
  5. SCIASCIA, L., supra, p. 24
  6. SCIASCIA, L., supra, pp. 24-25
  7. SCIASCIA, L., supra, pp. 25
  8. CALVINO, I., Por que leer los clásicos, Barcelona, Tusquets, 1991, p. 16.
  9. SONTAG, S., “Contra la interpretación”, en Contra la interpretación, Madrid, Santillana, 1996, p. 27
  10. SONTAG, S., supra., p. 30
  11. SONTAG, S., supra., p. 38
  12. SONTAG, S., supra., p. 38
  13. SONTAG, S., supra., p. 39
  14. SCIASCIA, L., supra, pp. 29-30
  15. SCIASCIA, L., supra, p. 37
  16. Contamos en castellano con dos ediciones: El Archivo de Egipto, Barcelona, Bruguera, 1977; El Consejo de Egipto, Barcelona, Tusquets, 1988
  17. BORGES, J. L., Pierre Menard, autor del Quijote
  18. SCIASCIA, L., Horas de España, p. 83